En Pizarras y Pizarrones hemos desarrollado un trabajo de campo cuyo objetivo es analizar las preferencias en lecto-escritura de nuestros lectores, así como las nuevas formas de enseñanza y aprendizaje. Les hemos pedido su colaboración para completar una pequeña encuesta anónima que como máximo les insumiría 10 minutos. Agradecemos su participación! La encuesta cerró el 31-08-17 y en unos pocos días publicaremos sus resultados...

martes, 4 de diciembre de 2012

Los laberintos de la memoria III

Autoras/es: Marcia Collazo (*)
La filosofía se caracteriza por ser un tipo de pensamiento que se cuestiona a sí mismo . Con esta frase comienza el magnífico libro de Arturo A. Roig, Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano .
“Soy el que pese a tan ilustres modos
de errar, no ha descifrado el laberinto
singular y plural, arduo y distinto,
del tiempo, que es de uno y es de todos.
Soy el que es nadie, el que no fue una espada
en la guerra. Soy eco, olvido, nada”.
“Soy”. Jorge Luis Borges



(Fecha original del artículo: Diciembre 2012)

LA HISTORIA EXIGE UN PUEBLO
“La filosofía se caracteriza por ser un tipo de pensamiento que se cuestiona a sí mismo”. Con esta frase comienza el magnífico libro de Arturo A. Roig, “Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano”. Dicho cuestionamiento implica una actitud crítica o meditación en la que no solamente cuenta el conocimiento, sino ante todo el sujeto que conoce, en su realidad humana e histórica. Sin embargo no se trata de un individuo aislado, sino –tal como lo enuncia Hegel- de una pluralidad viva, un “pueblo” o un “nosotros” a través del cual es posible rescatar la cotidianidad de las vivencias, en lugar de disolver al hombre en un puro sujeto mítico, o en una entelequia incapaz de hundirse en el barro fermental de la cotidianidad o de las circunstancias.
El comienzo concreto de la historia puede asimilarse al trazado de un programa de vida, en el cual se echan a rodar, una y otra vez, los dados del destino; sólo que esos dados no son manejados por alguna mano divina, sino por obra, gracia y voluntad de los seres humanos de cada tiempo y lugar. Así, la afirmación del sujeto que se pone a sí mismo como valioso (estamos refiriéndonos al “a prioi antropológico” del que habla Roig, ya mencionado en anteriores artículos), supone la elaboración de sistemas de códigos de origen social – histórico, que serán enunciados y puestos en práctica a través de discursos y acciones cargadas de valoraciones.
Es cierto que no pocas veces existe la imposibilidad real de que el sujeto pueda ejercer en plenitud su “a priori” antropológico, especialmente cuando se encuentra sometido a formas de dominación y de opresión que pueden ser internas y externas, y que se caracterizan por provocar en los sujetos variados sentimientos de impotencia, frustración, inferioridad y abuso. Pero cuando tales sentimientos afloran y se incorporan al discurso, estamos ya, precisamente, ante experiencias de ruptura, que se manifiestan bajo diversas modalidades y grados de conciencia histórica.
En tal sentido, bien puede decirse que el proceso mismo de la revolución hispanoamericana, en cada región del antiguo imperio español de ultramar, marcó y significó un jalón fundamental de autovaloración de los sujetos, mediante el cual se trazaron y se afirmaron proyectos cargados de sentido, que se oponían con mayor o menor contundencia a las significaciones y estructuras coloniales.
La Revolución de Mayo nace, en tanto discurso y acción, como la encarnación del a priori antropológico antes enunciado: supone la manifestación de una nueva concepción del mundo, de la política y de la sociedad. Se instala con ella una realidad histórico cultural distinta, que nos otorga la posibilidad de reconocernos, ya no como colonos o criollos, sino como “nosotros los americanos”.
Sin embargo, como señala Roig, es necesario precisar a qué “nosotros” nos estamos refiriendo, ya que el término, lejos de referir a una universalidad, implica siempre (históricamente hablando) una o más parcialidades determinadas, uno o más grupos, una o más clases de sujetos históricamente constituidos, inscriptos en un peculiar horizonte o tradición cultural e ideológica.
En tal sentido, de entrada, apenas producida la revolución en el Río de la Plata, se perfilaron dos grandes orientaciones divergentes, dos diferentes concepciones del “nosotros” que habrían de marcar la historia y el destino de estos pueblos: la posición centralista de Buenos Aires, que expresaba la tradición institucional y comercial de la ciudad puerto, y la actitud de las provincias o interior profundo americano (en la visión capitalina), sesgada hacia la autonomía política y mercantil. Podría decirse, pues, que hubo en realidad dos concepciones del “nosotros” y, en consecuencia, dos alzamientos revolucionarios: el que todos los criollos protagonizaron contra el régimen colonial español, y el que llevaron adelante las ciudades y villas provinciales, enfrentadas a la oligarquía porteña, en su ansiedad de sacudirse la vieja servidumbre que las mantenía en perpetua subordinación. Si de parte de Buenos Aires se pretendía mantener el desconocimiento de las soberanías particulares y continuar el ya clásico esquema de acatamiento a una férrea autoridad central (la de los “mandones unitarios” que miraban con inocultable desprecio al interior), del otro lado comenzó a crecer la tendencia federalista (la del sistema de la libertad) que reclamaba igualdad absoluta entre todas las regiones que habían compuesto el Virreinato del Río de la Plata.
Ambas posiciones encarnan dos horizontes de comprensión del mundo, ciertamente disímiles; dos códigos de inclusiones y rechazos, de afirmaciones y de ocultamientos, en los que América y dentro de ésta, el Río de la Plata, surge como un ente histórico sometido a un proceso cambiante de diversificación y unificación, que gira en torno a modos distintos de ejercer la historicidad y de manifestarla.

CENTRALISMO VS. CONFEDERACIÓN
Por otro lado, es del caso destacar la influencia del pensamiento político norteamericano en el proceso de la independencia rioplatense. El artículo 8 de las Instrucciones de la provincia de Tucumán expresa: “Que para formar la Constitución provincial se tenga presente la de Norte América, para ver si con algunas modificaciones, es adaptable a nuestra situación local y política”. El ejemplo de la revolución de las colonias inglesas de América del Norte estaba ante los ojos de las colonias españolas y también ante los de Europa; no en vano precedió ese movimiento libertario a la propia revolución francesa.
Se trataba de una forma de gobierno republicana, federal, democrática y representativa, con un poder ejecutivo unipersonal o pluripersonal, y con un poder legislativo dividido en dos cámaras, elegidas directa o indirectamente por el pueblo. La inspiración en el modelo estadounidense, de ningún modo implicaba una imitación servil, sino un claro acto de inteligencia, en el sentido en que la postula el filósofo uruguayo Arturo Ardao, al adaptar una idea o institución extranjera a las necesidades peculiares y propias de nuestros contextos políticos, sociales y culturales.
En segundo lugar, deberíamos analizar si el proyecto artiguista pretendía formar una federación o una confederación, y cuáles eran sus requisitos y condiciones. Pero para adentrarnos en tal cuestión, debemos adoptar la precaución metodológica de examinarla con nuestros ojos actuales y no con los de la época, puesto que tal disquisición o diferencia conceptual no fue planteada entonces. Podría decirse que las Instrucciones del año XIII no pretenden inclinarse ni hacia una figura ni hacia la otra, sino que buscan implementar un sistema mixto, que tome de ambas lo que se entendía más adaptable a nuestra particular situación.
Así, del sistema de la confederación se tomaron los conceptos de soberanía y de independencia provincial, que no se contradicen con la figura aludida, sino que forman parte característica del sistema; este problema se ha procurado analizar, acaso a través de una forzada interpretación, en lo referente a la declaración de la Florida del año 25. Se tomaron asimismo otras ideas rectoras, como la retención por parte de las provincias de todos los poderes no expresamente delegados; el derecho de los pueblos a organizar y mantener fuerzas militares dentro de sus respectivos ámbitos territoriales, y a guardar y tener armas; y obviamente, se tuvieron en cuenta las ligas interprovinciales.
En cuanto a la figura política de la federación, de ésta se toma la clásica división de poderes ejecutivo, legislativo y judicial, así como la formación de un estado central con una Constitución nacional y el sometimiento simultáneo de todos los ciudadanos a un doble poder: el central y el de las provincias, cada uno en su precisa esfera de potestades y obligaciones. Ciertamente, no debe pasarse por alto la principalísima exigencia de José Artigas, plasmada en el artículo 19º, donde se establece que el sitio de residencia del gobierno ha de estar “precisa e indispensablemente” fuera de Buenos Aires.
Sin embargo, parece claro que, en términos generales, no debe hablarse de confederación sino de federación, dada la permanente y sistemática referencia a provincias, y no a estados. En tal sentido, cuando en el ideario artiguista y en las Instrucciones del año XIII que forman parte de ese ideario, se habla de confederación, la palabra debe ser tomada con las prevenciones del caso. El estado ha de ser, en realidad, uno solo, dotado de fuerza y de poder de acción, pero cada una de las provincias mantendrá su autonomía en toda aquella dimensión potestativa que no se delegue expresamente en dicho estado.
La Revolución de Mayo se vio enfrentada a la resolución de dos grandes problemas, cuyos vaivenes iban y venían al compás de la suerte de la guerra: el de la independencia y el de la organización política definitiva de las colonias emancipadas. Podría decirse que en los dos aspectos se partió de diversas tomas de conciencia histórica, aunque para más de un historiador lo que ocurrió fue que se entreveraron las aguas y se confundieron los caminos, y de tal modo, que la independencia se demoró más de lo que hubiera sido en verdad conveniente (en el sentido de su declaración expresa), y la creación de un nuevo sistema político se vio entorpecida de manera grave, aunque no irreparable, al inmiscuirse en la cuestión, una vez más, los intereses imperialistas de Inglaterra y Portugal.
Ambos problemas –el de la independencia y el del sistema político-, están además, indisolublemente vinculados. Pero, ¿qué sucedía a todo esto en la Provincia Oriental? Es por todos sabido que, por lo menos en un primer momento, la clase dirigente montevideana, dueña de los cordones de la bolsa, integrada por hombres que eran a la vez industriales, barraqueros, comerciantes y hacendados, además de naturales cabildantes, decidió oponerse al movimiento de la Revolución de Mayo y tomar fervoroso partido por el Consejo de Regencia español, realista, que había ordenado a las colonias constituir Juntas de gobierno a la manera de la península (de ello se cumplieron 200 años hace muy poco, y tal acontecimiento fue celebrado en España), a fin de salvaguardar los derechos de Fernando VII, destronado por obra y gracia de Napoleón y de su hermano José, más conocido como Pepe Botella.
No abundaremos aquí en la tradicional oposición y competencia entre Buenos Aires y Montevideo, plasmada por innumerables historiadores en obras que dan cuenta de la denominada “lucha de puertos”. Por otro lado, está la llamarada de la revolución oriental, que además de correr como reguero de pólvora desde la primigenia Proclama de Mercedes, “se salió de madre” en el sentir de la dirigencia porteña y llegó a constituirse en el principal obstáculo en el camino unitario que se había trazado Buenos Aires, que se consideró siempre a sí misma como la heredera natural del puesto de dirigencia que durante la colonia se le confirió, como cabeza de virreinato. El centralismo, de la mano de la concepción unitaria, vino a añadir un ingrediente más al caldero, ya de por sí peligrosamente hirviente, en el que se cocinaban los distintos planes políticos de los insurgentes.
Las victorias militares de Tucumán, Cerrito, San Lorenzo y Salta contribuyeron a inspirar renovados bríos de confianza a los revolucionarios de las Provincias Unidas, como para abocarse de una buena vez a la planificación institucional del nuevo estado que debía sustituir al régimen colonial. Así se reunió la Asamblea General Constituyente, integrada por treinta y tres representantes; número cabalístico que, de modo no inocente, guardaba la debida coherencia con los propósitos e ideología de la Logia Lautaro, filial establecida en Buenos Aires en 1812, a imagen e inspiración de la que se fundara en Cádiz, 1811, en honor al caudillo mapuche del mismo nombre (1534 – 1557), a quien inmortalizó Alonso de Ercilla en “La Araucana”.

¿LA ARGENTINA QUE NO FUE?
Capítulo aparte merece el análisis de un aspecto del revisionismo histórico que se gesta principalmente desde territorio argentino, en referencia a lo que podríamos denominar la “secesión” de la entonces Provincia Oriental, del resto de las Provincias Unidas, a las que parece equipararse, en el pensamiento de algunos teóricos, con la argentinidad. Para abocarnos a dicho análisis creemos necesario efectuar algunas precisiones: en primer término, no debe olvidarse que en el curso de los sucesos ocurridos durante los últimos doscientos años en el Río de la Plata, ni la Provincia Oriental siguió siendo tal (de hecho, desde 1830 constituye un estado soberano cuyos límites sufrieron varios reacomodamientos y recortes), ni las Provincias Unidas lo siguieron siendo, o tal vez no lo fueron nunca, por lo menos en el marco de los viejos proyectos políticos que se acuñaron.
Mucha agua ha pasado bajo los puentes de ese largo periplo humano que es la historia, y el espíritu de los pueblos, forjado en función de tradiciones, costumbres, corpus de ideas y formas de ver el mundo, tiene por un lado viejas raíces y por el otro, suele echarse a volar como las semillas en el viento; de manera que debemos ser extremadamente cuidadosos en el uso de los términos y en las ensoñaciones y demás nostalgias de las que echamos mano, no sea cosa que el tumulto de lo que yace dormido bajo la tierra que las muchedumbres pisan, decida despertarse y ponerse a rugir de modo acaso imprevisible. No por azar surgieron los enfrentamientos entre el centralismo porteño y la autonomía provincial; no por azar fuimos víctimas de la invasión de Portugal, devenida en brasileña a partir del año 1822, y no por azar terminamos los orientales convertidos en un estado independiente que, en cierto modo, habrá sido la causa de que José Artigas decidiera no volver a poner un pie en nuestro suelo.


(*) Escritora, abogada, docente, ensayista. Autora de las novelas “Amores cimarrones: las mujeres de Artigas” y “La tierra alucinada: memorias de una china cuartelera”.

No hay comentarios: