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viernes, 31 de agosto de 2012

Cultura Popular y Comunicación de Masas

Autoras/es: Jesús Martín Barbero
(Fecha original del artículo: 1984)

Introducción

Estos apuntes se ubican a medio camino entre la reflexión exigida por la crisis de los modelos teóricos y políticos desde los que hasta hace poco eran pensadas las luchas de las clases populares y la “especifidad” conquistada por la reflexión latinoamericana sobre los procesos de comunicación masiva. Respecto a la crisis de los modelos me refiero a su incapacidad demostrada para pensar en concreto la relación, en palabras de Basaglia, entre las formas de sufrimiento y las de rebelión populares. Crisis que se acompaña de una toma de conciencia en las izquierdas de la parte que le corresponde en la producción y difusión de lo que, también hasta hace poco, se creía monopolio de las transnacionales y las clases dominantes: el imaginario de masa. Quiero decir que una concepción demasiado estrecha de lo político ha llevado a despolitizar en la reflexión y en la práctica lo que Hugo Hassman ha llamado lúcidamente “las formas populares de la esperanza”: sus voluntarismos y sus furias, su religiosidad y su melodramatismo, en una palabra su cotidianidad; y con ella sus movimientos de resistencia y de protesta y las expresiones religiosas y estéticas es decir no directa e inmediatamente políticas, de esos movimientos. ¿Qué derecho tienen ciertas izquierdas a escandalizarse de la despolitización que sobre esa cotidianidad y esas expresiones efectúa la cultura de masa si durante muchos años fueron ellas mismas las que sistemáticamente las despolitizaron a través de una concepción de la vida tan simplista y maniquea como la que critican y de una visión consumista cuando no aristocrática de la cultura?

Respecto a la “especifidad” latinoamericana, me refiero a la no contemporaneidad entre los productos culturales que se consumen y el “lugar”, el espacio social y cultural desde el que esos productos son consumidos, mirados o leídos por las clases populares de América Latina. Ello implica plantearnos en serio el espacio del receptor, es decir del dominado y su actividad, toda la producción oculta en el consumo, la de complicidad pero también la de resistencia. Y al plantearnos eso constatamos que en América Latina, a diferencia de Europa y los Estados Unidos, la cultura de masa opera mayoritariamente no sobre un proletariado-clase media establecido sino sobre unas clases populares y medias a cuya desposesión económica y desarraigo cultural corresponden una memoria que circula y se expresa en movimientos de protesta que guardan no poca semejanza con los movimientos populares de la Inglaterra de fines del s. XVIII y la de España del s. XIX, movimientos que siguen desafiando los esquemas políticos y los análisis históricos al uso. Es una memoria de sufrimientos y de luchas desde la que se ha gastado una identidad cultural que el imaginario de masa está desactivando aceleradamente, pero en lucha con otro imaginario: ese del que se dan cuenta los relatos, los cuentos y las novelas que recogen la memoria narrativa de América Latina.

En el cruce de esas dos problemáticas estos apuntes no proponen ningún nostálgico viaje al pasado ni la ida al encuentro con alguna esencia de lo popular. Al analizar algunas claves del proceso en que convergen la desarticulación de las culturas populares y la gestación de la cultura de masa no estamos tratando de “recordar” nada ni de buscar en Europa otra vez los modelos. Estamos tratando de sacar a la luz lo que gravita y carga, en el sentido psicoanalítico, el hoy. Porque pensar el movimiento de la desposesión es quizá la única manera de pensar el de la reapropiación.

1. Un largo proceso de enculturación

“Puesto que la cultura popular se trasmite oralmente y no deja huellas escritas, es necesario pedirle a la represión nos cuente la historia de lo que reprime”.

R. Muchembled

Bajtin ha sido quizá el primero en prestar una atención profunda a las formas de represión-exclusión que se instauran desde el Renacimiento contra la cultura popular nacida del medioevo. Y aunque su investigación(1) tiende ante todo a recuperar las señas de identidad de la cultura reprimida traza a la vez un panorama general del proceso histórico de deformación de esa cultura y una descripción de los mecanismos básicos de su destrucción. Pero ¿de dónde arranca históricamente la necesidad de esa exclusión, en función de qué intereses y merced a qué mecanismos se institucionaliza y justifica la represión de “lo popular”?

Sin duda el proceso fundamental es el proceso de centralización política sobre el que viene a converger otro más antiguo, el de la unificación y homogenización religiosa llevado a cabo por el cristianismo.(2) Es precisamente durante las guerra de religión cuando se va a desarrollar el sentimiento de nacionalidad sobre el que se apoyará la centralización. Tomando como punto de referencia la situación de Francia en el siglo XVII R. Muchembled(3) ha descrito el doble movimiento desde el que produce la centralización. De una parte el Estado-Nación es incompatible con una sociedad polisegmentaria(4), esto es con un sistema social compuesto de múltiples subgrupos-clases, linajes, familias, grupos de edad, corporaciones, fraternidades, etc. y cuyas relaciones y equilibrios internos están regidos por complejos rituales religiosos y festivos. Desde ese ángulo las “supersticiones” y los particularismos regionales, es decir las diferencias culturales pasan a convertirse en obstáculos a la unidad nacional que sustenta el poder estatal. De otra parte, la centralización conlleva la implantación y el desarrollo de unas relaciones verticales mediante las cuales cada sujeto es relegado a la autoridad central. La Iglesia había sido pionera en esa misión al proclamar una fe que articulaba el individualismo con la sumisión ciega a la jerarquía, concepción que minaba, que venía a destruir las solidaridades tradicionales en que estaba basada la cultura popular, las de familia, de clan, etc., “todas las viejas relaciones serán sustituidas por una relación vertical, la que une cada cristiano a la divinidad por intermedio de la jerarquía eclesiástica(5). Y frente la multiplicidad, a la compleja red de relaciones y asociaciones de las que estaba tejida la vida de los individuos y a través de la cual se producía la seguridad que el grupo aporta, se alzará en adelante el Estado y la Ley del soberano como institución-providencia que garantiza la seguridad de todos. El Estado será en adelante el único aparato jurídico de la cohesión social.

Es evidente que la sociedad que se gesta a partir de ese doble movimiento no puede no ser hostil a la relativa independencia, a la autonomía de que gozaban sobre todo las comunidades rurales. Estabilizadas las fronteras con el exterior se iniciará el proceso de destrucción de toda barrera interior, las que erigen las lenguas, los dialectos o las que erigen las fiestas. Un modelo único y general de sociabilidad, una sola forma de “civilización” va a racionalizar y abrogarse el derecho de destrucción de las culturas populares. Porque en últimas toda diferencia cultural aparece para el absolutismo como una parcelación del poder. La existencia misma de la “cultura nacional” hacía imposible la de las culturas populares y regionales. Culturas que, paradójicamente, se convierten en objeto de estudio justo cuando se les niega el derecho a vivir. Como ha escrito M. de Certau en el origen mismo de la investigación del folklore se halla la censura política. Es cuando el pueblo ya no puede hablar... cuando los estudiosos se interesan por su idioma.(6)

Mirado desde esa perspectiva el proceso de represión de la cultura popular no tiene sin embargo nada que ver con alguna especie de “Conspiración”. La eficacia de la represión proviene no de algún designio malvado, de alguna “voluntad” sino de una multitud de mecanismos y procedimientos dispersos y a veces incluso contradictorios, investigando el origen y desarrollo moderno de las prisiones Foucault.(7) Ha puesto al descubierto la multiplicidad y dispersión de los dispositivos de que se nutre el poder que disciplina los comportamientos. De igual forma la destrucción de las culturas populares, y la enculturación que implica, arranca ciertamente de la destrucción económica y política de su cuadro de vida pero se realizará a través de una multiplicidad de mecanismos que van desde el control de la sexualidad -por medio de una desvalorización de las imágenes del cuerpo, de las “topografía corporal” estudiada por Bajtin(8)- hasta la inoculación de un sentimiento de culpabilización, de inferioridad y de respeto a través de la universalización de un “principio de obediencia” que arrancando de la autoridad paterna desembocaba directamente en la del Rey.

Entre todos esos procedimientos hay dos que revisten una importancia capital y en los que se hace especialmente claro el alcance del proceso de represión-enculturación: la deformación de las fiestas y la persecución de las brujas.

Las fiestas ocupan un lugar fundamental en la cultura popular ya que no sólo jalonan y organizan la temporalidad social sino que en cuanto “tiempo denso” la fiesta proporciona a la colectividad el espacio para descargar las tensiones, desahogar el capital de angustia acumulado, desviar la agresividad, activar los grupos de edad -ritos sucesivos de iniciación- y redefinir así periódicamente las relaciones de jerarquización; sin olvidar el rol económico de las fiestas: asegurar la fertilidad de los campos y las bestias(9). El proceso de enculturación se realiza aquí transformando las fiestas en espectáculos -algo que ya no es para ser vivido sino para ser mirado, admirado- y convirtiendo el tiempo de placer en tiempo de piedad. Lo que eran el tiempo y el espacio de la máxima fusión de lo sagrado y lo profano quedará transformado en el momento que hará más visible su separación marcando una nítida frontera entre religión y vida cotidiana. El tiempo de la máxima participación colectiva quedará así convertido en “procesión”, con lo cual las masas quedarán relegadas a mirar, a ver pasar el fasto y la pompa de los reyes o los clérigos.

Si la investigación etnológica en general ha posibilitado una nueva comprensión del sentido de la fiesta popular, esa comprensión apenas se inicia en relación al papel que la magia y la brujería históricamente han jugado en la cultura popular. Y sin embargo la persecución de la brujería fue sin duda uno de los dispositivos políticos claves en la destrucción de esa cultura ya que en ella convergían elementos que vienen de la medicina popular junto a formas de resistencia a la destrucción de su mundo, mecanismos de desviación de la hostilidad social y procedimientos de ejemplificación del castigo a los rebeldes sociales. La bruja -más del setenta y cinco por ciento de los acusados, torturados y “ajusticiados” por brujería son mujeres -simboliza, para los clérigos y los jueces civiles, para los ricos y los hombres cultos, el mundo que es necesario abolir: un mundo descentrado y ambivalente, pluralista y horizontal, que debe ser cambiado por otro vertical y dualista, uniforme y centralizado(10). El universo mágico que se trata de abolir permea por entero la percepción popular del mundo. No es una mera actividad o un sentimiento es una “cierta calidad de la vida y de la muerte”, un saber que descifra los signos de peligro y proporciona remedios para enfrentarlo, un saber poseído y trasmitido casi exclusivamente por mujeres. Está por estudiarse el papel que las mujeres han jugado en la gestación de la memoria y la trasmisión de la cultura popular: su obstinado rechazo durante siglos a la imposición de la cultura y la religión oficiales. Son las mujeres las que presiden las veladas, esas reuniones nocturnas que constituyen uno de los mecanismos más tradicionales de transmisión cultural en las culturas campesinas y que sólo la racionalidad de la teología católica convirtió en los misteriosos y temidos “aquelarres”. Veladas en las que junto al relato de cuentos de miedo y de bandidos y la crónica de los “sucesos” de la aldea se enseña una moral en proverbios o recetas medicinales que recogen un saber sobre las plantas y el ritmo de los astros. La magia era también un imaginario corporal que privilegia las “zonas más bajas” frente a las altas a la vez como lugar de placer y de los signos, de los tabús. La brujería era en las últimas la tramutación del pensamiento popular en acción eficaz sobre el mundo, el visible y el invisible. Y en esa medida justamente en la brujería como en ningún otro lugar se hacía presente y operante el desafío de la vieja cultura. Ya Michelet(11) había hecho explícita la relación de la figura de la bruja con los levantamientos populares, con los dos modos de expresión fundamentales de la conciencia popular.

La destrucción de su sentido del tiempo -las fiestas- y de su saber -la brujería- deja en las masas populares un vacío que estallará en nuevas formas de violencia social. Para controlar esa violencia y llenar ese vacío la nueva sociedad que se gesta a impulsos del capitalismo “inventará” una nueva temporalidad, otro sentido del tiempo y una nueva moralidad, la del trabajo.

La nueva temporalidad constituye ante todo un cambio en la referencia: del tiempo vivido al tiempo-medida(12), de una percepción del tiempo como memoria de una colectividad a una valoración del tiempo abstracta, como cantidad de dinero. Y convertido en moneda el tiempo ya no pasa, se gasta. Y deja abolida su tradicional definición ocupacional(13), aquella que medía el tiempo por la duración de una tarea como la cocción del pan o el recitado de un credo. La transición al capitalismo industrial no es sólo a un nuevo sistema de poder y de relaciones de propiedad, lo es a una nueva cultura como totalidad, es decir como percepción y experiencia de la cotidianidad, de sus ritmos, de su organización. La nueva percepción del tiempo convierte las fiestas en una “pérdida” de tiempo, en un derroche inaceptable para la nueva productividad mercantilista. De ahí que el tiempo pase a ser objeto precioso y objeto de disciplina y control que hay que inculcar a los niños desde la escuela primaria, y que el reloj de pared y el monitor en la fábrica se encargan de ejercer. Los nuevos hábitos respecto al tiempo serán vehiculados por una multiplicidad de dispositivos desde la división del trabajo a los relojes, y las multas y los estímulos salariales. De ahí que el secreto de esa nueva temporalidad haya que buscarlos en la nueva moralidad, la del trabajo.

¡El trabajo! he ahí el nuevo espacio de despliegue de lo “sagrado”, la nueva religión y la nueva mística con la que se buscará sublimar la explotación que las nuevas condiciones de producción traen consigo. Y ello a través de un sermón “que organiza el dispositivo moral sobre los mismos principios que organizan el dispositivo mecánico”.(14) La integración en la nueva sociedad tiene ese precio, y las clases populares entrarán a formar parte de la sociedad sólo y en la medida en que acepten ser proletarizados, no sólo por la venta de su trabajo sino por los dispositivos de la disciplina y la moral. La nueva sociedad erigirá bien altas las barreras entre los que trabajan y los otros: los improductivos, que de ahora en adelante serán los marginales. Y desde el ejercicio de la justicia penal hasta la medicina, la literatura y los periódicos se trazará nítida la frontera entre los buenos y los malos, entre la “gente honesta” que es lo que define la marca del “ciudadano” para los ilustrados, y las gentes “peligrosas”, esa plebe no proletarizada, y por lo tanto inmoral, que amenaza a la sociedad entera y que por ello “deberá ser puesta aparte (en prisiones, en el Hospital general o en las colonias) para que no pudiera servir de acicate a los movimientos de resistencia popular(15).

2. Movimientos de protesta y cultura popular

Se denomina “preindustrial” al período de cerca de cien años de mediados del siglo XVIII a medidos del XIX para Inglaterra y Francia -durante el cual la sociedad se va adaptando a los cambios producidos por una industrialización a cuyo término la sociedad queda transformada radicalmente.(16) Durante ese período las clases populares van a ser sujeto activo de un movimiento casi permanente de resistencia y de protesta.

Mirados desde fuera esos movimientos de protesta, “motines de subsistencia” o “turbas” (the mob), se reducen a luchas por los precios del pan, y se caracterizan por la acción directa -incendios, destrucción de casas y máquinas, imposición del control sobre los precios- y la espontaneidad, esto es por la falta de organización y la transformación espontánea de la agitación en revuelta con atentados a la propiedad. Pero un acercamiento a los motivos y objetivos de esos movimientos nos descubre la ambigüedad, y es más la falacia de esa caracterización ya que ella está basada en la reducción pura y simple de la protesta popular a mera respuesta a los estímulos económicos, respuesta que entonces no podía ser más que inmediatista puesto que carecía de conciencia política. Sólo a partir de la revolución francesa las masas comenzarían a politizarse.

Durante mucho tiempo historiadores de derecha y de izquierda han coincidido en esa concepción. Concepción de la que no es posible escapar mediante la idealización de las masas en “el pueblo”, ni tampoco mediante la descripción detallada de la composición social de la turba con la que se busca desde la izquierda, superar los prejuicios con que la derecha carga su visión del populacho para justificar su dominio. Es en investigaciones como las de Hobsbawm(17) y A. Soboul(18) y más claramente en las de E. P. Thompson(19) donde es posible hallar un verdadero cambio de perspectiva. Ese cambio reside fundamentalmente en el descubrimiento de la dimensión política que atraviesa y sostiene esos movimientos, lo cual hace posible establecer la articulación entre formas de lucha y cultura popular. Y como nos parece estar tocando aquí uno de los enclaves fundamentales del debate sobre “lo popular” detallemos, aunque sea esquemáticamente la nueva perspectiva.

En primer lugar es necesario superar esa “visión espasmódica” de historia que reduce la protesta popular a los motines, esto es a irrupciones compulsivas cuya explicación se hallaría en las malas cosechas y en una “reacción instintiva de la virilidad ante el hambre”. Porque las verdaderas causas y el sentido de los movimientos cuyo iceberg son los motines se hallan en otro lugar: en el atropello permanente y día a día más flagrante que la economía de mercado realiza sobre lo que Thompson llama la “economía moral” de los pobres.

Con su libertad de mercado la nueva economía entrañable la “desmoralización” profunda de la antigua, esa que se expresaba abiertamente en el “acto de fijar el precio”, acto que constituye más que el saqueo o el incendio, la verdadera acción central del motín. Las masas tenían la convicción de que, sobre todo en épocas de escasez, los precios debían ser regulados por mutuo acuerdo, y esa convicción materializaba derechos, costumbres tradicionales y prácticas legitimadas por el consenso popular. De manera que a través de los motines lo que se estaba defendiendo no era sólo “el pan y la manteca” sino la vieja economía del deber ser, de las obligaciones recíprocas entre los hombres, una economía que se negaba a aceptar la nueva superstición: la de una economía natural y autorregulable, la de la abstracción mercantil. Porque lo que esa economía minaba eran las bases mismas de la cultura popular: sus supuestas morales, las reglas del funcionamiento social, los derechos y las costumbres locales, regionales. En últimas, como en la destrucción de las máquinas por los luddistas, los “motines de subsistencia” materializaban haciéndola visible la resistencia de las masas a las nuevas formas de explotación y de dominación. Las innovaciones, tanto técnicas como económicas, eran experimentadas, sentidas por las clases populares en forma de expropiación de derechos y disolución de sus viejos patrones de trabajo. De ahí que ni el conflicto se situaba verdaderamente entre una muchedumbre hambrienta y unos acaparadores de trigo, ni la lucha se agotaba en castigar a los propietarios que abusaban. El conflicto era entre los comportamientos “no económicos” de la cultura popular y la lógica capitalista. Y la lucha era en definitiva contra el reforzamiento progresivo del Estado, contra la centralización que venía a destruir los derechos y costumbres tradicionales, las formas de hacer justicia y de independencia local. Como lo afirma explícitamente Soboul: “los antagonismos sociales se cargaban así mismo de oposiciones políticas. El movimiento popular tendía a la descentralización y la autonomía local: tendencia profunda que venía de lejos”.(20)

Los historiadores discuten sobre si el nivel de vida de las masas descendió o mejoró en ese período “preindustrial”. Frente a esa discusión Thompson devela la contradicción que ese debate deja fuera: “se da el caso de que las estadísticas y las experiencias humanas llevan direcciones opuestas. Un incremento per cápita de factores cuantitativos puede darse al mismo tiempo que un gran trastorno cualitativo en el modo de vida del pueblo, en su sistema de relaciones tradicional y en las sanciones sociales”(21). Ahí es que se ubica el sentido profundo de las luchas populares, en la “certeza de un agravio intolerable” y en la exigencia de ser atendidos por la traición que se les infligía(22).

Con relación a las formas de lucha, a su espontaneísmo y falta de organización, se hace necesario otra vez desvelar el prejuicio: desorganizados puesto que carentes de sentido político, prejuicio que se apoya en un anacronismo, en una falta de perspectiva histórica que lleva a mirar las luchas populares del s. XVIII con los anteojos del s. XX, además del desconocimiento más elemental de la cultura popular. Hay muchas más posibilidades de conocer el tejido social, jurídico, cultural, el entremado simbólico de los grupos primitivos de Nueva Zelanda, que el de las clases populares del XVIII o el XIX en nuestro propio país. Y así se confunde con el inmediatismo lo que constituye un rasgo clave, diferenciador de esa otra cultura que es la popular: la escasa posibilidad que las clases pobres tienen de planificar, de proyectar el futuro, y merced a lo cual esas clases desarrollan un peculiar sentido de desciframiento de las ocasiones, de las oportunidades: “la experiencia o la oportunidad se aprovecha donde surja la ocasión, exactamente como impone la multitud su poder en momentos de acción directa(23). Se trata de otra lógica -popular- de la acción, esa que M. de Certeau llama lógica de la coyuntura, dependiente del tiempo y articulada sobre las circunstancias, sobre la ocasión, un “saber dar el golpe” que es un arte del débil, del oprimido(24).

Y en cuanto a la organización ella surgía y se gestaba a partir del lugar en el que la explotación se hacía más visible: el mercado, ese espacio clave del intercambio social y no sólo económico puesto que además de la compra-venta es el lugar del rumor -esa herramienta fundamental de las masas, y de sus enemigos-, de las noticias y de la discusión política, “el lugar donde la gente por razón de su número sentía que era fuerte”(25).

Ese tema de las formas de organización y de lucha en los movimientos populares está siendo replanteado radicalmente a partir de los estudios más recientes sobre los movimientos anarquistas españoles del s. XIX. Durante mucho tiempo esos movimientos se han visto reducidos a “milenaristas”, esto es a movimientos cuya explicación estaría en la fórmula “hambre + religión”. Apenas se comienza a comprender que es sólo a la luz de la profunda inserción de los anarquistas en la cultura popular como es posible descifrar un poco el sentido y el alcance de sus luchas y la obstinada supervivencia de los movimientos sociales que desencadenaron. Ni “furia irracional contra las fuerzas desconocidas” ni mera transferencia de la lealtad y la fe en la Iglesia hacia ideologías revolucionarias(26). En todos los argumentos de este tipo se subestima tanto la clara comprensión que el movimiento anarquista tenía del origen social de la opresión como su incardinación en la cultura popular y sus formas de lucha. Se ignora o se oculta que las formas de lucha del movimiento anarquista fueron desarrolladas a partir de tradiciones organizativas de hondas raíces entre los campesinos y los artesanos independientes, así como el hecho de que los anarquistas llevaban a cabo una asumpción explícita de las formas y los medios populares de comunicación: coplas, novelas folletinescas, oraciones o evangelios, lectura colectiva de los periódicos o de los pliegos sueltos, etc.(27).

Más que irracionalidad lo que los anarquistas ponen en movimiento es una larga experiencia de resistencia popular, como lo demuestra la forma en que escogían los tiempos, la ocasión para lanzar sus “huelgas generales”: cuando las buenas cosechas y el aumento de demanda producían una escasez de mano de obra. O la forma en que esos movimientos fueron modificando su estrategia a medida que el desarrollo capitalista transformaba las relaciones sociales. Lo paradójico es que para no pocos historiadores incluso de izquierda sea la solidaridad, el fuerte sentido comunitario de los movimientos anarquistas lo que es enarbolado como prueba de su irracionalidad. ¿De dónde extrajeron su estrategia de la “huelga general”, en la que eran implicados niños, ancianos, mujeres, sino es del sentido popular de la solidaridad? Como afirma Pitt Rivers: “el concepto de pueblo como unidad política estaba tan profundamente arraigado en la visión de los campesinos que se convirtió en la piedra angular de la política anarquista”(28). Y es de esa misma cultura de la que aprenden una espontaneidad que no es espontaneísmo sino defensa de la autonomía por parte de la colectividad local y rechazo de la coerción, de la “disciplina administrativa” en la que los anarquistas olían certeramente ya su profunda vinculación con las estrategias productivistas del capitalismo industrial.

Articulados a esa otra lógica aparecen las formas populares de protesta simbólica. Tanto en el caso de los obreros ingleses del s. XVIII como en el de los anarquistas españoles del XIX, una vieja cultura, conservadora en sus formas, va a albergar contenidos literarios, de resistencia y de confrontación. Así por ejemplo en ambos casos se recurre a invocar regulaciones paternalistas o expresiones bíblicas para legitimar los levantamientos, sean ataques a la propiedad o huelgas. “No tienen otro lenguaje para expresar una nueva conciencia igualitaria” afirma Temma Kaplan. De la quema de brujas y de herejes las masas toman el simbolismo de quemar en efigie a sus enemigos. Las cartas anónimas de amenaza a los ricos se cargan con la fuerza mágica del verso o el valor insultante de la blasfemia. Las procesiones bufas son el contrateatro en que se ridiculizan y ultrajan los símbolos de la hegemonía. He ahí una clave: puesto que las clases populares son muy sensibles a los símbolos de la hegemonía el campo de lo simbólico, tanto o más que el de la acción directa del motín, se convierte en un espacio precioso para investigar en él las formas de la protesta popular. Y es que ni los motines mismos ni las huelgas se agotan en “lo económico” ya que estaban destinadas a simbolizar políticamente: desafiar la seguridad hegemónica haciendo visible, mostrándole a la clase dominante “la fuerza de los pobres”.

El proceso de enculturación que viene actuando desde el siglo XVII no ha podido pues impedir que en el tiempo fuerte de la crisis social que acompaña la instauración del capitalismo industrial las clases populares “se reconozcan” en la vieja cultura que es aún el espacio vital de su identidad; a la vez su memoria y el arma con que oponerse a su destrucción, la proletarización.

Desde mediados del XVIII la cultura popular va a vivir así una aventura singular, ser al mismo tiempo “tradicional y rebelde”. Mirada desde la racionalidad de los ilustrados esa cultura aparece conformada básicamente por mitos y prejuicios, ignorancia y superstición. Y es indudable que la cultura popular contenía no poco de eso. Pero lo que los ilustrados no fueron capaces de entender es el sentido histórico de que estaban cargados algunos componentes de esa misma cultura como la exigencia tenaz de seguir fijando “cara a cara” los precios del trigo, las procesiones bufas, las canciones obscenas, las cartas de amenaza y sus blasfemias, los relatos de terror, etc. ¡Qué desafío para la racionalidad ilustrada el que representan esos relatos de terror de que se alimentan las clases populares en pleno siglo de las luces! Pero quizá sea aún más escandaloso afirmar, sin nostalgias populistas, que más allá de los gestos y acciones de protesta esa cultura de los romanceros, de los pliegos de cordel, de los espectáculos de feria, de la taberna y el music-hall era también el espacio social en que se conservó un estilo de vida del que eran aun valores la espontaneidad y la lealtad, la desconfianza hacia las grandes palabras de la moral y la política, una actitud irónica hacia la ley y una capacidad de goce que ni los clérigos ni los patrones pudieron amordazar.

Que no era solamente una cultura “tradicional”, es decir heredada, lo prueba la capacidad de esa cultura para redefinir y reinterpretar desde sí misma los acontecimientos y las normas que se le imponían, convirtiéndose así en la matriz de la nueva conciencia política, la que orienta a los pioneros de las luchas obreras y que se expresaría a través de la “prensa radical” inglesa(29) o en los pliegos sueltos y la caricatura política que en la España del XVIII y XIX realizan el encuentro de la protesta política y la cultural popular(30). Una cultura que si no es de clase hacia ella apunta pues no puede ser entendida por fuera de los antagonismos entre las clases.

Estudiando los procesos culturales de los comienzos del siglo XX, R. Hoggard reconoce aun las huellas de esa cultura que “a lo largo del siglo XIX ha permitido a los trabajadores ingleses pasar del modo de vida rural al urbano sin convertirse en un lumpen proletario amorfo”(31). Y analizando la situación mexicana de ese mismo período C. Monsivais encuentra en el teatro de la revolución, en el music-hall y en el albur, en el lenguaje obsceno y la grosería mímica -“Las malas palabras son gramática esencial de clase”- la presencia de esa cultura a partir de la cual “el pueblo se solidariza consigo mismo... y va configurando su hambre por acceder a una visibilidad que le confiere un espacio social”(32).

3. Cultura de masa: desplazamiento de la legitimidad social y nuevos dispositivos de enunciación.

“El concepto de masa surge como parte integral de la ideología dominante y de la conciencia popular en el momento en que el foco de la legitimidad burguesa se desplaza desde arriba hacia adentro. Ahora todos somos masas”.

A. Swingewood

Antes de ser un fenómeno específicamente cultural o “de comunicación” la masificación nombra en el siglo XIX un proceso económico y político: la “aparición” de las masas en la escena social. Aparición que hacen posible de una parte la concentración industrial de la mano de obra en las ciudades, esto es las grandes aglomeraciones urbanas haciendo visibles a las masas, y de otra parte la disolución de la vieja socialidad, del sistema tradicional de diferencias sociales.

Ese doble movimiento es percibido políticamente ya en el siglo XIX desde dos ángulos opuestos: el del plural, las masas, en cuanto nueva fuerza histórica, las mayorías explotadas, es decir la nueva clase. Y el del singular, la masa, esa “vasta y dispersa colectividad de individuos aislados” de la que van a hablar Stuart Mill y Le Bon, Max Scheler y Ortega. El primer concepto recoge y reformula en positivo, desde la izquierda, la antigua concepción de las masas populares como “clases peligrosas” que amenazan la sociedad, el orden social, desde fuera. El segundo señala la nueva tendencia igualitaria, esa “pasión democrática” que según Tocqueville(33) amenaza y erosiona la sociedad desde dentro, desintegrándola.

En el terreno cultural la masificación consiste en el proceso de inversión de sentido mediante el cual pasa a denominarse popular en el s. XIX la cultura producida industrialmente para el consumo de las masas. Es decir, que en el momento histórico en que la cultura popular apunta -como veíamos- a su constitución en cultura de clase. Esa misma cultura va a ser minada desde dentro, hecha imposible y transformada en cultura de masa. Pero a su vez esa inversión sólo es posible por la cercanía que en el s. XIX guarda aún la masa de “las masas”, de manera que la nueva cultura popular se construye activando ciertas señas de identidad de la vieja cultura y neutralizando o deformando otras.

Ese proceso de inversión de sentido de lo popular, que a lo largo del siglo XIX se va a hacer cada vez más visible, tiene sus raíces más atrás, remite y enlaza con los mecanismos de centralización política y homogenización que durante el s. XVIII horadan las culturas populares fragmentando, rompiendo su coherencia interior y concentrando, absorbiendo y unificando. La cultura de masa no aparece del golpe, como un corte que permita enfrentarla a la popular. Lo masivo se ha gastado lentamente desde lo popular. Sólo un enorme estrabismo histórico, o mejor sólo un profundo etnocentrismo de clase (Bourdieu), que se niega a nombrar lo popular como cultura, ha podido llevar a no ver en la cultura de masa más que un proceso de vulgarización, la decadencia de la cultura culta. Y ese etnocentrismo no es una enfermedad exclusiva de la derecha, desde él trabajan muchos de los análisis críticos. Pero en la historia es otra porque el origen y desarrollo de los mecanismos y los dispositivos fundamentales de la mass-mediación se hallan ligados estructuralmente -como lo señaló Gramsci no sólo en abstracto sino a propósito del éxito de la literatura “popular”(34)- a los procesos de desplazamiento de la legitimidad social que conducen de la imposición de la sumisión a la búsqueda del consenso. Y es esa nueva socialidad la que por una parte “realiza” -en sentido merxiano- la abstracción de la forma mercantil mientras por otra logra su materialización en las tecnologías (esto es máquinas más código social) industriales de las fábricas o los periódicos masivos. El consenso se alimenta y vive de una mediación que racionaliza, que cubre-oculta la brecha que se ahonda entre las clases. La gestación y desarrollo de “lo masivo” es históricamente la de una mediación que incomunica, ya que produce a la vez la diferenciación, la separación de dos “gustos” y la negación de esa diferencia... en el imaginario colectivo. En las novelas de Cervantes o en el teatro de Shakespeare lo popular y lo culto se encuentran aun sin mediaciones. Hay una comunicación directa entre el arriba y el abajo, de manera que incluso la violencia con que se ataca o ridiculiza el gusto popular nos revela la secreta atracción, la cotidianidad del contacto. Desde el siglo XVIII vemos nacer esa otra forma de relación, visible en los dispositivos de la escuela primaria, de la iconografía y la literatura de cordel.

La democratización que efectúa el establecimiento de la escuela primaria no puede ocultarnos su enlace con los mecanismos del nuevo modo de socialización de los niños y los adolescentes y la masificación de unos dispositivos previos a la entrada en la vida productiva(35). Esos mecanismos consisten en estrategias educativas directamente inscritas en el proceso de desarticulación de las viejas culturas: de sus contenidos y de sus formas. El aprendizaje de la nueva socialidad para así por la sustitución de la nociva influencia de los padres -sobre todo de la madre- en la conservación y transmisión de las “supersticiones”. Y pasa también por el cambio en los modos de la transmisión: si antes se aprendía por imitación de gestos y tradiciones, a través de iniciaciones rituales, la nueva pedagogía neutralizará el aprendizaje “intelectualizándolo” es decir convirtiéndolo en una transmisión des-afectada de saberes separados de las prácticas. Y desde ahí comenzará a difundirse entre las clases populares la desvalorización y el menosprecio hacia su cultura tradicional que en adelante pasará a significar lo vulgar y lo bajo. Que nadie lea aquí un alegato contra escuela primaria ni un canto de añoranza, sino el señalamiento del punto de arranque en la difusión de un sentimiento de vergüenza entre las clases populares hacia su cultura, sentimiento que acaba siendo de culpabilidad ya que es esa cultura de la que viven y la que “gustan” verdaderamente. En la literatura de cordel el proceso es el mismo ya que las masificaciones son aquí no sólo un proceso de industrialización de los relatos y de extensión de los mercados, no es proceso de infiltración desde el exterior y desde arriba sino de fusión y rearticulación. Como lo han planteado G. Bolleme y más explícitamente M. de Certeau en el caso de Francia y J. Caro Baroja y Joaquín Marco en el caso de España(36) desde el siglo XVIII esa literatura es “popular” de manera ambigua y contradictoria. Porque si a través de los almanaques y los relatos de bandoleros, de las recetas y las canciones esa literatura recoge fragmentos y dispositivos de la memoria popular, a su vez esa memoria va a quedar poco a poco secuestrada, va a ser desactivada mediante su inscripción en un discurso que mutila y estiliza, que descontextualiza y unifica. La propaganda que proclama la adaptación al gusto popular cierra el circuito de la iformación: la homogenización es ya la mediación de un nuevo código social, el del “consumo”. Otra cosa es el uso que durante largo tiempo aún las clases populares van a hacer de esa literatura. Un uso que tiene muy poco que ver con el “consumo” y que se materializa inscribiendo sus huellas en el acto, o mejor en el modo de lectura y de allí hasta en los textos mismos, en su estructura. Me refiero a esa forma popular de lectura que es la colectiva y en la que lo leído funciona no como punto de llegada y de cierre del sentido sino al contrario como punto de partida, de reconocimiento y puesta en marcha de la memoria colectiva que acaba reescribiendo el texto, reinventándolo, utilizándolo para hablar o festejar otras cosas distintas a aquellas de que hablaba el texto, o de las mismas pero en sentidos radicalmente diferentes. Las huellas en el texto de ese otro modo de leer se hacen visibles en no pocos pliegos de cordel en los que el héroe de tragedia es mirado “desde el espejo deformador de la risa del pueblo”, en la parodia del honor, en la ridiculización de la autoridad de los maridos -de los ricos, o de los políticos- a través de la ridiculización de sus gestos y su lenguaje, en la profanación de los temas sagrados mediante un lenguaje grotesco.

En una segunda etapa que se inicia a mediados del s. XIX y cuya expresión más lograda lo va a constituir el boom de la llamada “novela popular”, del folletín y la novela por entregas, lo masivo pasa a trabajar abiertamente desde los mecanismos de reconocimiento, a explotarlos ideológica y comercialmente. Es en ellos en los que se realiza la articulación de la estructura de producción con las estructuras narrativas: un nuevo modo de producción literaria que implica una nueva tecnología de impresión, una nueva relación, asalariada, del escritor con su trabajo, y unos circuitos comerciales de distribución-propaganda y venta de la mercancía cultural. Pero a la vez, y no como mero efecto de lo anterior sino también como sus condiciones de posiblilidad, una nueva relación del lector a los textos, lo que significa no sólo un nuevo público lector sino una nueva forma de lectura que ya no es la popular-tradicional pero que tampoco es la culta, y unos nuevos dispositivos de narración: los géneros, los episodios y las series(37). Es ahí que se sitúa el verdadero funcionamiento de la ideología, y no en las posiciones reaccionarias o reformistas de los personajes, o en el moralismo de las soluciones. Y es ahí porque es en esos modos de narrar-leer donde son atrapados y de-formados los dispositivos que vienen de la memoria narrativa de las clases populares. No es que el contenido no “cuente” sino que esos contenidos pierden su sentido analizados por fuera de su contexto de lectura el que se materializa en unos modos de narrar. Es en ellos en los que la forma-mercancía y los dispositivos tecnológicos “encuentran” -dan forma a la demanda que viene de las masas populares.

La tercera etapa, la de la transformación definitiva de lo popular en masivo se produce, según Hoggart, cuando los medios, para llevar a las clases populares a la aceptación del orden social “van a apoyarse sobre aquellos valores de tolerancia, de solidaridad y gusto por la vida que hace sólo cincuenta años (Hoggart escribe en 1957), expresaban la voluntad de las clases populares por transformar sus condiciones de vida y conquistar su dignidad”(38). Pero es ya el hoy, cuando la inversión del sentido comenzada en el XVIII toca fondo, cuando de popular en lo masivo no queda sino el léxico, y la sintaxis la ponen las transnacionales.

4. Algunas líneas de investigación

Para que lo expuesto adquiera su sentido se hace necesario ubicar estos “apuntes”, así sea de manera esquemática, en la investigación de la que forman parte. Una investigación sobre “lo popular y lo masivo” a la que llegué empujado por la necesidad de dos desplazamientos.

El primero: la cultura de masa no se identifica ni puede ser reducida a lo que pasa en o por los medios masivos. La cultura de masa, como afirma Rositi(39), no es sólo un conjunto de objetos sino un “principio de comprensión” de unos nuevos modelos de comportamiento, es decir un modelo cultural. Lo cual implica que lo que pasa en los Medios no puede ser comprendido por fuera de su relación a las mediaciones sociales, a los “mediadores” en el sentido que los defina Martín Serrano(40) y a los diferentes contextos culturales -religioso, escolar, familiar, etc.- desde los que, o en contraste con los cuales viven los grupos y los individuos esa cultura.

El segundo: La mayoría de las investigaciones que estudian la cultura de masa enfocan ésta desde el modelo culto, no sólo en cuanto experiencia vital y estética de la que parte el investigador, sino y sobre todo definiendo la cultura de masa, identificándola con procesos de vulgarización y abaratamiento, de envilecimiento y decadencia de la cultura culta. Y en esa dirección operaciones de sentido como la predominancia de la intriga o la velocidad de un relato y en términos generales la repetición o el esquematismo son a priori descalificadas como recursos de simplificación, de facilismo, que remitirán en últimas a las presiones de los formatos tecnológicos y a las estratagemas comerciales.

No se trata de desconocer la realidad de esas presiones y esas estratagemas. Se trata del “lugar” desde el cual son miradas y del sentido que entonces adquieren. Es lo que se plantean Mattelart y Piemme al preguntarse en un libro reciente “en qué medida la cultura de masas no ha sido atacada por Adorno y Horkeimer porque su proceso de fabricación atentaba contra una cierta sacralización del arte”.(41) Es decir que mirada desde el modelo culto la cultura de masa tiende a ser vista únicamente como el resultado del proceso de industrialización mercantil -ya sea en su versión economicista o tecnologista impidiendo así comprender y plantearse los efectos estructurales del capitalismo sobre la cultura.

Para dar cuenta de esto último es que se hace necesario el segundo desplazamiento: investigar la cultura de masa desde el otro modelo, el popular, lo cual no tiene nada que ver con la añoranza y la tendencia a recuperar un modelo de comunicación interpersonal con el que hacer frente, ilusoriamente, a la complejidad tecnológica y a la abstracción de la comunicación masiva. Lo que se busca con este segundo desplazamiento es un análisis de los conflictos que articula la cultura; ya que mirada desde lo popular la cultura masiva deja al descubierto su carácter de cultura de clase, eso precisamente que tiene por función negar. Y ello porque la cultura popular no puede definirse en ningún sentido, ni como aquella que producen ni como aquella que consumen o de la que se alimentan las clases populares, por fuera de los procesos de dominación y los conflictos, las contradicciones que esa dominación moviliza. La cultura culta tiene una acendrada vocación a pensarse como La Cultura. La popular en cambio “no puede ser nombrada sin nombrar a la vez aquella que la niega y frente a la que se afirma a través de una lucha desigual y con frecuencia ambigua.(42) A partir de ahí se abren tres pistas, tres líneas de investigación a trabajar no separada sino complementariamente.

1. De lo popular a lo masivo: Dirección que no puede seguirse más que históricamente ya que, frente a todas las nostalgias por lo “auténticamente popular”, lo masivo no es algo completamente exterior, algo que venga a invadir y corromper lo popular desde fuera sino el desarrollo de ciertas virtualidades ya inscriptas en la cultura popular del XIX. Es esta dirección la que recoge ese trabajo.

2. De lo masivo a lo popular: Para investigar en primer lugar la negación, esto es la cultura de masa en cuanto negación de los conflictos a través de los cuales las clases populares construyen su identidad. Investigación entonces de los dispositivos de masificación: la despolitización y control, de desmovilización. Y en segundo lugar la mediación, esto es las operaciones mediante las cuales lo masivo recupera y se apoya sobre lo popular. Investigación entonces de la presencia en la cultura masiva de códigos populares de percepción y reconocimiento, de elementos de su memoria narrativa e iconográfica. Mirados desde ahí la repetición o el esquematismo adquieren un sentido nada simplificador ni degradante porque nos remiten y nos hablan de un modo de comunicación a otro, sencillamente diferente al de la cultura letrada, y que es no sólo el de las masas campesinas sino el de las masas urbanas que aprendieron a leer pero no a “escribir”; y para las que un libro es siempre una experiencia o una “historia” nunca un “texto” ni siquiera una información, para las que una fotografía o un film no habla nunca de planos ni de composición sino de lo que representa y del recuerdo, para las que el arte comunica siempre y sin mediaciones con la vida.

3. Los usos populares de lo masivo: Que es aquella dirección en la que apuntan las preguntas sobre qué hacen las clases populares con lo que ven, con lo que creen, con lo que compran o lo que leen. Frente a las mediciones de audiencia y las encuestas de mercado que se agotan en el análisis de la reacción, de la respuesta al estímulo, y contra la ideología del consumo-receptáculo y pasividad, se trata de investigar la actividad que se ejerce en los usos que los diferentes grupos -lo popular tampoco es homogéneo, también es plural- hacen de lo que consumen, sus gramáticas de recepción, de decodificación. Porque si el producto o la pauta de consumo son el punto de llegada de un proceso de producción son también el punto de partida y la materia prima de otro proceso de producción, silencioso y disperso, oculto en el proceso de utilización. Así la utilización que los grupos indígenas y campesino de este continente han hecho y siguen haciendo de los ritos religiosos impuestos por los colonizadores, y en la que esos ritos no son rechazados sino subvertidos al utilizarlos para fines y en función de referencias extrañas al sistema del que procedían. O la manera como los pobladores iniciales de Guatavita -un pueblo construido cerca de Bogotá para albergar a los habitantes de otro destruido para la construcción de una represa redistribuyeron el sentido y la función de los espacios de la casa, de los aparatos de higiene, etc. En últimas se trataría de investigar lo que M. de Certeau(43) ha llamado las “tácticas”, que por oposición a las “estrategias” del fuerte, definen las astucias, las estratagemas, las ingeniosidades del débil. Descubrir esos procedimientos en los que se encarna otra lógica de la acción: la de la resistencia y la réplica a la dominación.

NOTAS

(1) M. Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, Barcelona, 1974.
(2) L. Febvre, Le problema del l”incroyance au XVI siecle, París, 1968.
(3) R. Muchembled, Culture populaire et culture des elites, París,1978.
(4) El concepto de sociedad polisegmentaria es trabajado por M. Mauss en Sociología y antropología, Madrid, 1971.
(5) R. Muchembled, obra citada, p. 258.
(6) M. de Certeau, La cultura au pluriel, p. 55 y ss.
(7) M. de Foucault, Vigilar y castigar, México, 1978, y Espacios de poder, Madrid, 1981.
(8) M. Bajtin, obra citada, p. 273 y ss.
(9) Uno de los estudios más innovadores a este respecto es el de Harvey Cox, La fiesta de los locos, Madrid, 1969.
(10) Dos obras importantes en este replanteamiento: R. Mandrou. Magistrats et socieres en France au XVII siecle, París, 1968, Julio Caro Baroja, Las Brujas y su mundo, Madrid, 1968.
(11) J. Michelet, La sociere, París, 1966 (primera edición Hetzel, 1862).
(12) L. Febvre, obra citada, p. 431 y ss. Ver también J. Le Goff, Temps de l”Eglise et temps des marchands, in Pour une autre Moyen age, París, 1978.
(13) E. P. Thompson, Tiempo, disciplina de trabajo y capitalismo industrial, en Tradición, revuelta y conciencia de clases, Barcelona, 1979.
(14) A. Ure, Philosophy of manufactures, (1835), citado por Thompson.
(15) M. Foucault, Un diálogo sobre el poder, p. 35.
(16) G. Rudé, Protesta popular y revolución en el siglo XVIII, p. 17.
(17) E. J. Hobsbawm, Rebeldes primitivos, Barcelona, 1974. Del mismo autor, Trabajadores- Estudio sobre la historia del movimiento obrero, Barcelona, 1979.
(18) A. Soboul, Les sans-culottes- Mouvement populaire et gobernement revolutionaire, París, 1968.
(19) E. P. Thompson, La formación histórica de la clase obrera, Barcelona, 1977. Del mismo autor, Tradición, revuelta y conciencia de clase, Barcelona, 1979.
(20) A. Soboul, obra citada, p. 15.
(21) E. P. Thompson, La formación histórica, vol. II, p. 39.
(22) E. J. Hobsbawm, Rebeldes primitivos, p. 170.
(23) E. P. Thompson, Tradición, revuelta y conciencia de clase, p. 51.
(24) M. de Certeau, L’invention du quotidien, p.86-87.
(25) E. P. Thompson, Tradición, revuelta y conciencia de clase, p. 132.
(26) Son las tesis de Diez del Moral. Historia de las agitaciones campesinas andaluzas, Madrid, 1929, y de G. Brenan, El laberinto español, París, 1962.
(27) Uno de los estudios claves en la renovación de la concepción sobre los movimientos anarquistas: T. Kaplan, Orígenes sociales del mundo anarquismo andaluz, (1868-1903), Barcelona, 1977. Ver también, Clara E. Lida, Anarquismo y revolución en la España del XIX, Madrid, 1973. De la misma autora, Educación anarquista en la España del ochocientos, Revista de Occidente Nº 97 de 1971. Sobre el asumpción por los anarquistas de los modos populares de expresión y comunicación: L. Litvak, Musa libertaria-Arte, Literatura y vida cultural del anarquismo español (1880-1913), Barcelona, 1981.
(28) J. A. Pitt-Rivers, Los hombres de la sierra, Barcelona, 1971.
(29) R. Williams, The press and popular culture: an historical perspective, in Newspaper history: from the 17th century to the present day, London, 1978. Ver también del mismo autor: The Long Revolution, London, 1961.
(30) Iris. M. Zavala, Política y Literatura, en Clandestinidad y libertinaje erudito en el siglo XVIII, Barcelona, 1978. De la misma autora: Románticos y socialistas-Prensa española del XIX, Madrid, 1972. Sobre la iconografía política: Bozal, La ilustración gráfica del s. XIX en España, Madrid, 1979.
(31) R. Hoggart, The Uses of Literary, p. 330.
(32) C. Monsivais, Notas sobre cultura popular en México in Latin American Perspectives, Vol. V, Nº 1, 1978, p. 101 y ss.
(33) A. de Tocqueville, De la democratie en Amerique, París, 1951.
(34) A. Gramsci, Cultura y Literatura, Barcelona, 1977.
(35) R. Muchembled, obra citada, p. 345 y ss. Ver también: B. Cáceres, Histoire de l”education populaire, París, 1964.
(36) G. Bolleme, Les almanachs populaires au XVII et XVIII sicles, París, 1969. De la misma autora: La bibliotheque bleue, la literature populaire en France du XVI au XVII siecle, París, 1971 M. de Certeau, La cultura au plauriel, París, 1974, J. Caro Baroja, Ensayo sobre la literatura de cordel, Madrid, 1969. J. Marco, Literatura popular en España en los siglos XVIII y XIX, Madrid, 1977.
(37) J. F. Botrel, La novela por entregas: unidad de creación y consumo, en Creación y público en la literatura española, Madrid, 1974. R. Escarpit y otros, Hacia una sociología del hecho literario, Madrid, 1974.
(38) R. Hoggart, obra citada, p. 173.
(39) F. Rositi, Historia y cultura de masas, p. 28 y ss.
(40) M. Martín Serrano, La mediación social, Madrid, 1977. Y del mismo autor: Nuevos métodos para la investigación de la estructura y la dinámica de la enculturación en Revista de la Opinión Pública, Nº 37, Madrid, 1974.
(41) A. Mattelart y J. M. Piemme, La televisión alternativa, Barcelona, 1981.
(42) J. Martín Barbero, Prácticas de comunicación en la cultura popular, en Comunicación alternativa y cambio social, México, 1981.
(43) M. de Certeau, L”invention du quotidien, p. 75 y ss.


Publicado en:

Barbero, Jesús Martín: Cultura popular y comunicación de masas. En “Materiales para la comunicación popular", 3 /abril 1984., Lima, Perú.

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